Tormenta

TORMENTA por Merti Mau-Isa

El piano entonaba una fúnebre melodía, los candelabros se hallaban extintos haciendo que la habitación estuviera en penumbras, sólo los relámpagos iluminaban la estancia.

La lluvia caía incesante golpeando con furia los cristales, Megan paseaba tensa de un lado a otro de la estancia, retorciéndose las manos nerviosamente, su vestido de terciopelo verde ondeaba con su andar como si tuviera vida propia, el sonido del péndulo del gran reloj aumentaba la angustia y la tortura.

La celebración se llevaba a cabo a las ocho de la noche, los seminaristas se hallaban frente el altar, orgullosos por servir a Diosa, todos los pobladores del lugar asistieron al gran acontecimiento.

Uno a uno, pasaban frente al obispo mientras que los faltantes hacían su respectivo acto de contrición o sus votos de castidad y pobreza. El obispo estaba por ungir la cabeza de uno de ellos, cuando de un golpe se abrieron las pesadas puertas de la iglesia, los vientos rugían y aullaban como bestias iracundas, la lluvia no tenía compasión de nadie. Los feligreses guardaron silencio, se alcanzaron a escuchar algunos gemidos de asombro o de terror al notar que en el umbral del lugar santo se encontraba una hermosa mujer ataviada como una princesa, altiva como una reina e inabatible como una diosa.

Levantó su aceitunada mirada, los candelabros comenzaron a moverse de un lado a otro tirados por manos invisibles ocultas entre las sombras, las llamas de las velas bailaron hasta extinguirse; el frío viento avanzó con rapidez hacia el altar, heló a los concurrentes y alcanzó la médula dorsal de uno de los seminaristas. Él abrió los labios ligeramente al tener la sensación de unas delicadas manos recorriendo su pecho y un suave rostro recargándose en su hombro. La rubia cabellera de ella, perfumaba el aire que él respiraba, era embriagador, la tersura de la caricia lo hacía estremecer de placer mundano, volar sin despegar los pies de la tierra…

La escuchó sollozar abrazada a su espalda y él, estático por la emoción. Escuchó un susurro muy dentro de su alma.

- Te… amo…

Aquella voz de sirena, hermosa y letal, armoniosa y angustiante.

Sus zafiros ojos se abrieron de sobresalto, ella lo llamaba y él lo sabía, todo estaba igual que cuando cerró sus ojos para verla un instante antes de renunciar a ella por siempre. Sólo faltaban dos seminaristas por ser ungidos.

Uno de ellos se levantó decidido, el obispo sonrió ante la decidida actuación del joven pero se consternó al ver que el joven se dirigía hacia el párroco y le susurró algo al oído, del cual su gesto cambió al escuchar el susurro de su alumno.

El sacerdote se levantó negando y gritando que eso era inadmisible. El joven se excusó diciendo que era su última palabra y que Dios lo amaba siendo o no sacerdote.

Bajó un poco la mirada, respiró profundo mientras daba media vuelta y así salió caminando. Su paso era seguro hacia la salida, hacia ella. Todas las personas comenzaron a murmurar entre ellas. Una dama, de mirada dulce, detuvo su andar tomándolo de la mano.

-Espero que seas conciente de tus actos y de tu decisión.
-Lo estoy, la amo como nunca he amado y si amarla me condena, seré un condenado por ella.
-¿Estás seguro? –preguntó intentando encontrar duda en su mirada.
-Déjame seguir mi camino hacia la mujer que amo con todas mis fuerzas.

Megan miró el reloj que se detuvo a las nueve en punto como por arte de magia, realizando un silencio sepulcral. Un siervo se acercó a ella y extendió su brazo mientras una doncella le ofrecía su copa de cristal cortado que tanto le gustaba. Megan resignada tomó la copa y rasgó el brazo de su querido siervo, absorta miraba el caer de aquel líquido vital que tintineaba al caer en la copa favorita de la dama.

Bebió lentamente mientras su mirada se perdía en la lluvia a través de la ventana viajando al pasado hasta la noche de su herejía…

-Ese sacerdote es muy necio, quiero esa imagen que tanto venera y no quiere vender a ningún precio.
-¿Qué piensa hacer miladi? –preguntó su siervo.
-Una pequeña travesura –dijo con una sonrisa infantilmente maliciosa
-Miladi, ¿No pensará?…
-Sé que estás pensando pero no lo seduciré, bueno, no exactamente – le sonrió llena de satisfacción.

Asistió a la sacristía que se encontraba vacía, ahí destapó una botella de vino para consagrar, bebió un trago. “Cenizas, maldito sabor, todo sabe siempre a lo mismo” se dijo.
Miró el crucifijo que colgaba sobre la cómoda de donde había extraído la botella, encogió los hombros y desvió la mirada.

Hizo un corte a lo largo de su brazo y dejó caer bastante vitæ para ensombrecer la voluntad de un vástago poderoso.

Eran bien sabidas las costumbres alcohólicas del párroco y el pecado de aquel necio la traería una suculenta pieza a su colección personal.

Después de verter su preciosa esencia, pasó seductoramente su lengua por la herida y dejó la botella en su lugar. Burlonamente se santiguó y dio media vuelta haciendo ondear su rubia cabellera.

Cuando tenía la mano en el pomo de la puerta una voz juvenil la hizo titubear para salir.

-¿Qué se le ofrece?
-Buscaba al cura, quería hablar con él –respondió con una sonrisa seductora mientras giraba su escultural cuerpo para dejarse admirar por el joven.

Quedó estupefacta al reflejarse en aquella mirada. El cabello de aquel hombre, era negro como el ébano de su cama adoselada y largo como su invierno…

-Señorita… señorita –la sacó del trance al insistir–, disculpe mi falta de respeto pero la he visto tantas veces y quisiera conocer su nombre.
-Falta de respeto, no lo creo. Atrevido, diría yo, pero no importa –eso hizo sonrojar al joven seminarista–. Disculpe mi falta de educación, soy Megan a sus órdenes –se apresuró a tomar la cálida mano del seminarista y besarla, cuando depositó sus labios en aquella blanca mano el joven se estremeció y ella sonrió disimuladamente.
-Gracias, miladi –retiró presuroso la mano–, mi nombre es Sariel, cuando necesite algo, lo que sea, cuente conmigo –la miró a los ojos y ahora quien se estremeció fue ella.

Él se giró sobre sus talones, ella había olvidado por completo lo del vino hasta que él con su lozana sonrisa sacó la botella y sin esperarlo dio un gran sorbo.

Como si la hubiesen atravesado con una estaca, se paralizó, ese brillo en el mirar del joven le produjo un intenso dolor en su conciencia. Sariel se sonrojó y se disculpó diciendo que era una antigua costumbre. Sin poder articular palabra ella salió para sentarse en el salón eclesiástico en una banca, retorcía el pañuelo y se recriminaba por tal estupidez, era una falta gravísima.

Él fue el único que comulgó y bebió del cáliz consagrado. Sintió una opresión en el pecho cuando él volteó su cabeza para toparse con su mirar.

-Que Dios me perdone –se dijo y salió abatida del lugar sin volver la vista atrás y haciendo caso omiso a la voz de él.

Se abrieron las puertas del salón al momento que caía un ensordecedor trueno, la impresión hizo que la copa resbalara de sus manos.

-Estoy aquí.
-Eres un hombre de Dios, vete -dijo en un tono suplicante, mientras ocultaba sus lágrimas y se recargaba en el vitral para no desfallecer.
-Soy un hombre tuyo… no me separes de tu lado –se acercaba a esa silueta perfecta con paso lento pero firme.
-No me amas, es por culpa de mi maldición que sientes esto por mi, no es verdadero…
-Sí lo es –se arrodilló a un lado de ella y tomó su mano, la besó–, déjame explicarte todo, por favor sólo escúchame.



-No blasfemes…
-Calla hermosa, que bien sé que te gustan los halagos… –prosiguió como si no lo hubieran interrumpido–. En un instante ella pareció notar mi presencia, enjugó sus lágrimas con un pañuelo y un fuerte viento apagó las velas. Cuando logré encender mi encendedor, ella se había marchado. Se me hizo una obsesión verla. Te espiaba en tus visitas al osario, al confesionario, al muelle… te vislumbraba desde la acera viendo tu jardín en tu balcón como una reina solitaria. Escuché muchas veces tus sollozos en la iglesia. Quise convertirme en sacerdote por estar cerca de ti. Te vi como derramaste tu sangre en el vino, quise beberte pero tuve miedo así que escondí tu elixir en mi habitación. Así que no hay ninguna maldición que temer, belleza mía.
-¿Por qué lo hiciste?
-Por que me enamoré de ti y de tu dolor.
-Estoy condenada.
-Me condenaré a tu lado, me previnieron de ti los otros sacerdotes. No me importa, si eres una bruja, un demonio o el mismo Lucifer.
-Soy …
-No me importa lo que seas, hazme tu esclavo.

-¿Mi esclavo o mi consorte? –preguntó con frialdad recobrando el aplomo que la caracterizaba.
-Quiero ser…
-Lo que yo quiera que tú seas… –rasgó su pecho pensando en convertirlo su esclavo y él se acercó hacia el rasguño. Megan rió frenéticamente.

Ella miró hacia el cielo en tempestad, dos lágrimas sanguinolentas rodaron por sus mejillas, detuvo el rostro de su bienamado. Curó su herida y lo miró a los ojos. Besó los labios tibios del muchacho.

-Te amo… –le susurró a ella.
-Y yo a ti… mi Sariel.

Con dolor mordió el cuello del joven, él se contrajo al sentir aquella sensación.

Cuando su corazón dejaba de latir, el cuerpo yacía en la alfombra y su cabeza reposaba en las piernas de ella, Megan miró sus zafiros ojos casi yertos, susurró con dolor mientras cortaba su pecho y acercaba el rostro de su amante a ella.

-Que Dios me perdone…

El cielo relampagueó dejando después de una breve y deslumbrante luz, un silencio y una oscuridad que rodearon los cuerpos de los amantes.

Lo último que se alcanzó a escuchar fue el último latido del corazón de Sariel en medio de la tormenta de sentimientos que había desatado aquella dama siniestra. FIN

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